El Guaire no es el Guadalquivir

Por estos días, se cumplen seis años de una gira con el Orfeón Universitario, que me permitió caminar un poco por Sevilla. Una gira de conciertos no es un viaje propiamente de placer, pero siempre hay momentos para conocer alguito. Y en esa ciudad en particular, algunas cancelaciones nos dieron más tiempo libre del que esperábamos tener. Tiempo libre para pasear.

Nos alojamos en el Hotel Montecarmelo, en una zona tranquila y -muy importante- cerca del centro histórico. Desde el hotel hasta el centro, el recorrido era de quizá un kilómetro. Eran unos minutos gratos y, cosa importantísima, cruzábamos sobre el Guadalquivir por el puente de San Telmo, y pronto aparecía antes nuestros ojos la Torre del Oro. Inevitable era ver hacia el río, los restaurantes y terrazas bordeándolo, los árboles, los barcos paseando a los turistas.

El puente de Isabel II desde San Telmo

El puente de Isabel II desde San Telmo

Otra vista desde el puente de San Telmo

Caminar por el centro histórico, ver a un tal Pedro Llamas tocando su guitarra frente al alcázar y acabar comprándole un CD, admirar la imponente Giralda. Ir al Parque de María Luisa entrando por la Plaza de España y de vuelta pasar por el Teatro Lope de Vega. Bajar por la hermosa Calle Sierpes, maravillosa y larga, y comer un helado en La Campana al final del recorrido; ir a curiosear a un mercado callejero. Todo esto fue, por supuesto una maravilla. Supongo que más aún por ser una turista, curiosa como cualquiera.

Pedro Llamas

El bullicio de la Sierpes

Teatro Lope de Vega

Estatua humana en Sierpes

Alguna calle del centro

 

 

 

 

 

 

 

 

Una noche, después de un concierto en la Universidad de Sevilla, nuestros anfitriones nos llevaron a por un tinto y unas tapas y de ahí, a un tablao. La diversión, el chismorreo -«que fea es esa bailaora pero como baila»-, la alegría. Que si otro vinito, una cerveza. Que si me perdí el bululú de sudor y jazz flamenco. Salimos de La Carbonería alrededor de la 1:00 a.m. El coordinador del coro detenía taxis y enviaba tres mujeres y un hombre en cada uno. Yo en cambio -mis tacones eran bajos y cómodos- preferí devolverme caminando con tres compañeros. Más tarde me arrepentiría un poco, pero sólo un poco.

Que caminamos como unos perdidos es más que un decir. Mis compañeros -hombres al fin- decían estar segurísimos de conocer el camino. Por supuesto que no lo estaban, pero ustedes saben cómo funciona la cosa; no les hice demasiado caso. Por alguna razón extranísima, yo, una caraqueña que en su ciudad camina a velocidad de marchista olímpico y volteando para todos lados, iba más o menos tranquila. No tanto como mis tres compinches, pero estaba bien.

Y así anduve hasta que mis pies empezaron a quejarse y yo a preocuparme porque dábamos vueltas y pasábamos por un parque que yo no había visto antes y… Estábamos pues, perdidos. Yo estaba cada vez más preocupada y entonces uno de mis compañeros de peregrinaje me dijo «pero Elisita, relájate. ¿Cuándo puedes caminar así en Caracas a las dos de la mañana?». Tenía razón mi amigo. ¿Cuándo en Caracas? Así que no insistí. Pasados unos minutos volví a la carga, porque tampoco me hacía gracia la idea de amanecer sin encontrar el rumbo. Ya era hora de parar un taxi.

Andar por Sevilla, fue una experiencia deliciosa. Sé que sólo conocí una pequeña parte de la ciudad y que lo hice como turista. Supongo que por eso recuerdo casi con nostalgia al Guadalquivir y los puentes que lo cruzan. Y con maravilla, casi con envidia, la dicha de caminar por sus orillas. Porque al río se accede desde cada puente. Hay rampas, hay escaleras, hay paseos que lo bordean. Es posible ir de un puente a otro y aún al otro y seguir a la vera del río, o subir a la calle cuando sea necesario.

El puente del Alamillo. ¿Ven al tío pescando?

Pescar a la orilla del Guadalquivir

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mí se me antoja, que el Guadalquivir es como un Ávila líquido. A mí -caraqueña- que no concibo mi ciudad sin su cerro guardián. Se puede andar por las riberas, sentarse en la orilla a ver los patos y hasta pescar. Y yo pienso en el Guaire, ese río nuestro malquerido que mas que cruzar hiende la urbe; esa corriente caudalosa y voraginosa, sucia y desalmada que sólo las garzas -benditas sean- comprenden y todos maltratamos. Yo no sé si el Guadalquivir es el eje de Sevilla, pero pienso en el Guaire -nuestra vergüenza- y recuerdo el recorrido entre el puente del Alamillo y el de la Barqueta, o entre el de Isabel II y el de San Telmo.

Puente de la Barqueta. ¿Ven los peatones arriba?

Puente de Isabel II.
Ya era de noche cuando llegamos desde la Barqueta.

De eso hace ya seis años y apenas fui turista.  Leo aquí que la ciudad no es tan amable con el peatón, aunque ha habido planes para mejorar esto. Tengo pocos recuerdos acerca de los trabajos para cruzar las calles, pero soy una viandante de naturaleza angustiada en los pasos y semáforos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Conocí sólo la Sevilla entre Los Remedios y el centro histórico de calles peatonales llenas de comercios y vida vibrante. Pero la posibilidad del río como compañero de ruta, eso fue lo que me enamoró. Y por ello, si pudiera, volvería.


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